Desde que, el pasado 5 de septiembre, el presidente francés, Emmanuel Macron, nombró primer ministro al conservador Michel Barnier, todo el mundo era consciente en el país vecino de dos cosas: que el nuevo Gobierno nacía claramente escorado a la derecha y que su fragilidad era manifiesta, puesto que su supervivencia dependía de la extrema derecha de Marine Le Pen.